El poder de Angelina Jolie ilumina una biografía tenue de Maria Callas

Angelina Jolie, radiante y comprometida, interpreta a la famosa estrella de ópera Maria Callas en la última entrega de la trilogía de Pablo Larraín, que aunque poderosa en su ejecución, se siente algo superficial en su desenlace.

Es casi imposible ver Maria sin pensar en la propia Angelina Jolie. La película biográfica sobre Maria Callas, dirigida por Pablo Larraín y que cierra su trilogía de dramas sobre icónicas figuras femeninas en conflicto (precedida por Jackie y Spencer), nos ofrece la sensación de estar reencontrándonos con una vieja amiga. En los últimos tiempos, la imagen pública de Jolie se ha limitado a titulares de tabloides acerca de su difícil divorcio de Brad Pitt y las acusaciones de abuso que supuestamente sufrió ella y sus hijos, o en entrevistas donde intenta recuperar el control de su narrativa personal. Sin embargo, en Maria, a pesar de interpretar a otra mujer que fue golpeada por la fama, los escándalos y el abuso, Jolie despliega un carisma y una elegancia deslumbrantes, recuperando así su trono como una estrella inigualable. Después de una década interpretando personajes ficticios en su mayoría, Jolie vuelve a dominar la pantalla encarnando a una mujer compleja.

Si hay una crítica que se puede hacer a la elección de Jolie para interpretar a la célebre cantante de ópera, que murió joven, trágicamente y sola, es que esto le quita a Callas sus marcados rasgos griegos, especialmente su característica nariz. No obstante, tanto Jolie como Callas poseen una belleza que parece trascender lo terrenal, lo cual podría haber sido el punto de enfoque que Larraín buscaba en esta biografía, que se centra más en la leyenda de Callas que en los detalles de su vida personal. En la pantalla, la Callas de Jolie recorre los majestuosos salones de su apartamento parisino, con una melena espesa y salvaje que se asemeja a la de una leona, envuelta en camisones y largas batas cuando no sale de su hogar.

La historia transcurre en 1977, con Callas ya oculta tras los muebles de su gran apartamento. La cámara de Edward Lachman sigue a Maria mientras deambula por las estancias como si fuera la nieta de Norma Desmond, hablando en enigmas y frases desconectadas. El cuerpo inerte de Callas yace cubierto por una sábana blanca en el suelo, mientras sus devotos sirvientes, Bruna (Alba Rohrwacher) y Ferruccio (Pierfrancesco Favino), observan con tristeza. Apenas una semana antes, ambos cumplían los caprichosos deseos de la diva, como cambiar de lugar su gran piano repetidamente, mientras supervisaban su consumo de Mandrax, un potente sedante. En Estados Unidos, este fármaco es más conocido como Quaalude, y Callas lo consumía en grandes cantidades, recibiéndolo en secreto por correo.

En este retrato de la última semana de una vida truncada, debido a un ataque al corazón a los 53 años, la película alterna entre el presente de Maria y recuerdos de su pasado, mezclando secuencias oníricas con alucinaciones inducidas por el Mandrax. Estas visiones incluyen entrevistas ficticias con un reportero que, curiosamente, lleva el nombre de la sustancia que la afecta. El personaje de Mandrax es interpretado por Kodi Smit-McPhee, y funciona como un recurso narrativo que permite transitar entre diferentes momentos de la vida de Maria, así como integrar escenas coreografiadas que reflejan sus fantasías y luchas internas.

Este enfoque tiene como objetivo resaltar los problemas de salud mental de Maria, aunque algunos aspectos parecen ser decisiones extremas y cuestionables desde el punto de vista histórico. Sin embargo, la leyenda de Callas ha sido siempre la de una diva torturada que sacrificó todo por su arte, y Larraín decide apoyarse en esa visión, mostrando los últimos días de Maria como un espectáculo triste de deterioro teatral en lugar de explorar en profundidad la mujer real detrás del mito.